Tuesday, November 03, 2009

Adiós, triste borracha






Texto: Andrés Zepeda
Quetzaltenango, noviembre 3, 2009


El domingo pasado, día de muertos, entre la una y las dos de la tarde (entre 8 y 9 pm, hora de España), varias docenas de nostálgicos levantamos sendos vasos al unísono en un brindis trasatlántico, empinándonos reverendo trago en memoria de la amiga que tuvimos en común: Marina Palencia, la entrañable triste borracha. ¿Qué mejor manera de rendirle tributo que con un cuto de guaro en su honor?

Marina murió con las luces de la tarde del martes 27 de octubre. Tenía 70 años. Un cáncer de colon, que nunca fue verificado del todo, le arrebató el aliento en cuestión de meses. Vivió una vida intensa, plena de reveses que ella me confió a lo largo de sus últimos cinco años y medio de existencia.

Gema de lumpen
Nos conocimos a principios del 2004 en La Línea. Por aquel entonces yo peinaba diariamente la zona entrevistando putas para un documental. Iba de cuarto en cuarto intentando derribar suspicacias, presentando credenciales, explicando intenciones, hurgando historias de vida, iniciando a grandes rasgos el tanteo de un submundo que luego llegaría a conocer bastante más a fondo.

Los relatos que escuché a menudo me dejaban consternado. De Marina, no obstante, me impactó su irresistible encanto personal más que los detalles que me confió de ése pasado suyo, minadísimo de estremecedores episodios. En un minuto era capaz de relatar peripecias conduciéndolo a uno por un recorrido de vértigo emocional, pasando de lo trágico a lo cómico, de la candidez a la picardía, de la severidad a la ternura. Era increíble. Parecía nacida para el histrionismo.

“Yo también quiero ser actriz de cine”, soltó sin mayores preámbulos, deteniéndome en la acera. La vi vieja, entelerida y tuerta, y pensé: nada más alejado del prospecto que buscamos para integrar un equipo de encueratrices futbolistas. Solita ella se encargó no sólo de acabar apareciendo en el documental, sino de robarse el show convertida en una de las principales. Luego pasaría a ser sin duda la más reconocida, la más mimada, la más admirada incluso, pero sobre todo la que mejor supo aprovechar aquel golpe de suerte.

A partir de entonces su vida dio un giro drástico: del lumpen emergía una estrella.

Llorar, pero de alegría
“Mi primera actuación fue en Málaga, mi segunda fue en Barcelona. Mi tercera fue en la capital de España, en Madrid”, contó ufana el día que presentó a teatro lleno su disco de boleros, en agosto del año pasado. El público, emocionado, la interrumpía: “¡Viva Guate!”. Aquel fue, según dijo, el día más feliz de su vida.

Gracias a Marina conocí Málaga, a donde viajamos con motivo del festival de cine del año 2006. La invitada de honor era ella, yo sólo me ofrecí de lazarillo y chambelán para ayudarla entre aduanas, terminales aéreas, chequeos, acarreo de maletas y abordaje y apeo de aviones: era su primera vez. Sige dándome risa recordar que su pavor a las gradas eléctricas nos complicó el tránsito en cada aeropuerto, especialmente el de Barajas.

Durante ése viaje, entre trenes y jets, tuvimos todo el tiempo del mundo para conversar: así fue como se consolidó nuestra amistad. La tarde en que debutaba la película en el festival, con dos noches al hilo sin dormir, Marina se plantó frente a las casi 800 personas que llenaban el teatro y arrancó lágrimas, risas y aplausos a partes iguales después de dirigir unas palabras y entonar los versos de su bolero preferido. “He llorado muchas veces de tristeza, pero tenía ratos de no llorar de alegría”, confesó después.

Pasaron los años y nuestro vínculo se fue estrechando más y más. Sobre todo después de la muerte de Carlos, su marido, el indio trompudo que dios le dio (y que la cirrosis le quitó). Marina fue abuela, segunda madre, mentora, consejera, confidente, alera y compañera ahuyentanovias para mí, pero sobre todo una amiga extraordinaria. Le gustaba pasear tomada de mi mano y presumir con el cuento –que algunos llegaron a creer– de que éramos amantes. Sus nietos bromeaban llamándome “el abuelo”. Una noche, celebrando su cumpleaños en Panajachel, le confió a Lucía Escobar: “Aunque no me creás, entre Andrés y yo no hay nada sexual”.

Círculos que quedaron sin cerrar
Curioso por las alusiones que emanan de su nombre, me quedé sin preguntarle qué sintió la primera vez que vio el mar. Varias veces pidió que la llevara a probar los camarones Campero. No hallé el tiempo para complacerla. Tampoco fue posible atender la invitación que nos hicieron de viajar a Canadá: su fulminante enfermedad se interpuso. A petición suya, organicé un recital para que cantara los boleros del disco que grabó. La actividad iba a realizarse el próximo 13 de noviembre. Qué amargo fue tener que cancelarla.

Te fuiste, Marina. Tal vez algún día me anime a compilar el costal de anécdotas y confidencias que compartiste conmigo. Mientras tanto, contagiado de un arrebato místico que en el fondo no me va, reproduzco las palabras que Chema Rodríguez escribió a los amigos para ahuyentarnos la congoja: “La que han de tener montada allá abajo con todas las putas y borrachos celebrando su llegada. ¡Da hasta envidia!”.

Eso es. Elijo, yo también, guardarla en el corazón remedando el mismo aplomo sobrehumano que supo ella oponer ante toda adversidad. Un episodio, inmortalizado en Estrellas de La Línea, la exhibe en todo su esplendor, saboreando un tapado en Livingston junto al resto del equipo, riéndose de su propia muerte: “Cuando me entierren, quiero que me avienten al hoyo desnuda y viendo hacia arriba para aprovechar el último polvo”.

Así era ella.